martes, 13 de febrero de 2007

Para Sentirse Solo

Sentirse solo no es tan fácil como parece. A menudo la soledad nos acompaña sin que nos demos cuenta. Para estar solo y sentirlo, no solo hace falta una ausencia presente, mas se necesita tener un grado considerablemente alto de autoconciencia y largas horas cursadas de miradas en los espejos. El poder de observación es clave, por que uno no se siente verdaderamente solo hasta que se hipnotiza con aquellos incontables detalles minúsculos de las paredes y pisos, uno por vez. De nada sirve afligirse si aparece la tentación de sentirse acompañado por algún objeto inerte de valor emocional o algún ruido foráneo que quiera parecer familiar, es una situación común y fácilmente superable en este arduo proceso. El sonido de las caligrafías, el chillido de los muebles, los colores de las sombras, el latido del reloj y la brillantez de la luz, solo son algunos de los fenómenos normales ahora perceptibles por su creciente cualidad. cuando comience a rascarse el cuerpo con languidez, usted ya estará apto para sentirse solo, en verdadera soledad.

De Vuelta

Lo más triste era volver y ver como se apagaba el día, mi día. Era una maratón sin llegada, donde solo la inercia competía con el infinito. Caminaba en un rumbo demasiado conocido para mí. El cuerpo siempre parecía pesar considerablemente más en las últimas cuadras pero yo seguía derecho y las esquinas giraban por mí. No era yo el que se movía, era todo lo demás, sentía que estaba siempre en el mismo lugar, aunque el paisaje cambiara y los metros que nos separaban se encogieran progresivamente. Solía pasar por un par de calles abiertas que me mostraban paisajes casi holográficos, a medida que avanzaba todo volvía a cambiar; veredas y casas en composé, el sol que escondía su ultima manchas ciega en el cielo desteñido, las hojas, los charcos, todo era diferente a cada paso pero igual cada día. El ruido gris y urbano creaba un clima especial de atemporalidad pasajera casi silenciosa. Las personas eran figurillas de quehaceres mecánicos, intercaladas entre las sombras, me gustaba mirarlas de reojo y aparentar que pretendía llegar a algún lado. En el camino los perros se acostaban a mi paso, en un efecto domino extrañamente sincronizado, me gustaba interpretarlo como una reverencia dolosa al condenado camino a su fin. Seguía caminando quieto. Al entrar a la plaza y recortarla por el medio, los árboles robustos y semi floridos me anunciaban la cercanía. Cada paso que daba, ya era mucho mas cerca. Las flores kamekasi se estrellaban en las hojas secas, sonando como un chistido insistente que me exhortaba a detenerme, era el llamado otoñal al que nunca respondía. Y de nuevo a mis espaldas la flora se agitaba en alerta, donde empezaba mi calle gris. Al faltar unos metros, ya nada me detenía, todo sonaba lejano y la nada próxima. El sol se oscurecía para cuando llegaba a la entrada, en la fachada perpetua, el cemento y los matices cenizas se camuflaban difusos para resaltar la puerta. Una vez mas me encontraba en ese escalón inconcluso, a un solo paso del vació. Y entraba con discreción resignada, allí donde ya no sentía, y rogaba en mi mente callada que no me dejara volver.